lunes, 11 de junio de 2012

"La civilización del espectáculo" de Mario Vargas Llosa


La civilización del espectáculo
Mario Vargas Llosa
Alfaguara, Madrid 2012

Antes de nada convendría señalar la admiración que siempre me ha merecido Mario Vargas Llosa, tanto como novelista, ensayista, y como intelectual. Es en la tercera de estas facetas donde recaería mi admiración más por la persona que por el escritor profesional. Esto se basa en la autenticidad de sus opiniones, dictadas por la independencia, a diferencia de la marea de pseudointelectuales que prefieren alquilarla al servicio de las causas justas, aquellas sobre las que no hay voces discordantes, con el fin de crearse una imagen invulnerable, siempre a salvo de las consabidas etiquetas a las que se arriesgan los que dicen lo que realmente piensan en circunstancias donde hay que jugársela. Es alto el precio que se paga. Un buen ejemplo es Albert Camus, cuyos artículos y ensayos, pese al paso del tiempo, mantienen hoy una vigencia asombrosa.

            Quería hacer esta introducción porque con La civilización del espectáculo, en general, son más las discrepancias que las avenencias. Solo mi admiración por el personaje me lleva a tratar de comprender su punto de vista, respetarlo y publicar mis propias ideas al respecto.

            En mi opinión, los mayores defectos que encuentro en el libro son su dispersión, su falta de coherencia interna y una tendencia a generalizar, lo que evidencia una especie de temor atávico por un enemigo ilocalizable, por un fantasma. Vargas Llosa es implacable y riguroso cuando identifica claramente al enemigo y sus dogmas, léanse, por ejemplo, sus memorias El pez en el agua. O cuando celebra sus amores literarios, La orgía perpetua o La verdad de las mentiras. Pero es errático, disperso y generalizador cuando lo que pretende denunciar se sitúa en la parcela de sus aversiones, y ahí tenemos La utopía arcaica o el libro que hoy nos toca.

            Para empezar, parte importante de la bibliografía debió servir para sustentar ideas de fondo a lo largo del libro, y no para servir de base sobre la que se asiente gran parte de la argumentación. Al tratarse de un ensayo debería más bien dialogar con otros ensayos contemporáneos sobre el tema. Pero el libro se inicia pasando revista a "algunos de los ensayos que en las últimas décadas abordaron este asunto". ¡Las últimas décadas!: Notes Towards the Definition of Culture de T.S. Eliot ¡es de 1948! A continuación se ocupa de la respuesta a dicho ensayo: In Bluebeard's Castle. Some Notes Towards the Definition of Culture de George Steiner, publicado hace más de 40 años, en 1971. Con el primero, defiende el concepto de "jerarquías culturales" como única manera de garantizar la calidad de la alta cultura. Y se sirve del segundo para denunciar el peligro que corre la cultura al replegarse al ámbito académico y retirarle así poder a la palabra, cediéndoselo a la imagen o la música. Seguidamente se ocupa de La societé du Spectacle de Guy Debord ¡de 1967! para imputar al capitalismo la conversión de la producción cultural en una mera mercancía, proceso que hace de la vida una pura representación.  El siguiente ensayo que aborda es por fin contemporáneo, La cultura-mundo. Respuesta a una sociedad desorientada de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy (2010),  del que destaca ideas como el surgimiento de una cultura de masas global, la entronización de la pantalla como su canal principal y la capacidad de esta para promover un individualismo salvaje. Finalmente, con Cultura Mainstream de Fréderic Martel (2010), esboza prácticamente la idea central del ensayo: "La inmensa mayoría del género humano no practica, consume ni produce hoy otra forma de cultura que aquella, que antes, era considerada por los sectores culturales, de manera despectiva, mero pasatiempo popular, sin parentesco alguno con las actividades intelectuales, artísticas y literarias que constituían la cultura. Ésta ya murió, aunque sobreviva en pequeños nichos sociales, sin influencia alguna sobre el mainstream." ( ) "La cultura es divertida y lo que no es divertido no es cultura."

            No comparto el concepto de "jerarquías culturales" que sí comparten muchos autores jóvenes, como Volpi, Gamboa o Carrión, que abogan, por ejemplo, por una crítica literaria que "jerarquice", "cribe" y finalmente "guíe" al lector hacia la buena literatura dentro de la vorágine del mercado. Primero, no veo por qué la crítica dejaría de hacer algo que siempre ha hecho (según Vargas Llosa esa era la crítica de "nuestros abuelos y bisabuelos") y segundo, creo que deberían ser los propios lectores (y en gran medida lo son) los que, gracias a su educación básica, sepan distinguir ellos mismos la literatura con mayúsculas de la comercial. Respecto a que la palabra haya cedido lugar a la imagen, esto depende mucho de los soportes de los que estemos hablando, si se trata de los libros o el libro electrónico, estamos muy lejos de que esto suceda o haya sucedido de un modo preocupante. La prueba es que críticos como Vicente Luis Mora no se lamentarían del rechazo que suscita aún hoy compaginar imagen y palabra.

            Probablemente haya un repliegue de la cultura al ámbito académico, pero resulta espinoso demostrarlo, sobre todo cuando uno vive en la turbulenta actualidad, "selva promiscua" en palabras del autor. Según Vargas Llosa, el vacío dejado por la desaparición de la crítica ha permitido que, insensiblemente, lo haya llenado la publicidad. Tampoco me parece que esto sea del todo cierto. Si hablamos de España, existen muchos medios serios, y algunos de masas, en donde se hace crítica con seriedad, pero además, los hay en Internet. Como recalca Jordi Gracia, en su excelente ensayo El intelectual melancólico, nunca la alta cultura ha gozado de tanta atención de parte de los medios, medianos y pequeños, incluso minúsculos, como podrían ser los blogs. Por otra parte, el asunto de haberse vendido la cultura a los "vaivenes del mercado", si tiene algún culpable, ¿no es acaso el liberalismo económico que con tanta convicción ha defendido el autor? Que conste que sigo compartiendo gran parte de la ideología, pero no cabe duda de que aquí deberíamos empezar por la autocrítica. La crisis de valores que afectaría a la cultura y que sin duda es culpable de la actual crisis financiera, ha sido en gran medida gestada por ese entusiasmo y confianza ciega en el mercado del que hemos pecado los liberales. Sin embargo, ni una línea al respecto en todo el libro.

            Otra de las críticas se dirige hacia el olvido que incentivan la música, los conciertos multitudinarios y los deportes de masas. Totalmente en desacuerdo. Qué duda cabe de que el fútbol y los conciertos (de cada vez menos intérpretes) llegan a ser multitudinarios, pero si fomentan el olvido este no traspasa las barreras temporales en los que estos espectáculos tienen lugar. No diría que Javier Marías, que es madridista, ni Juan Villoro, culé, conforman el grupo de los desmemoriados por su afición al fútbol. Ni que al escritor chileno Roberto Bolaño, que escuchando heavy metal a todo volumen creó una obra que el propio Vargas Llosa ha elogiado, se le pueda acusar de amnésico.

            Ahora, parcialmente de acuerdo con estas líneas: "el intelectual se ha esfumado de los debates públicos, por lo menos de los que importan. Es verdad que todavía algunos firman manifiestos, envían cartas a los diarios y se enzarzan en polémicas, pero nada de ello tiene repercusión seria en la marcha de la sociedad, cuyos asuntos económicos, institucionales e incluso culturales se deciden por el poder político y administrativo y los llamados poderes fácticos, entre los cuales los intelectuales brillan por su ausencia." No dudo de que esto sea en parte cierto, sobre todo si viene de alguien que ha llegado a ser candidato a la presidencia del Perú, "el oficio más peligroso del mundo" (El pez en el agua, 1993)  Es verdad que lo que antes denominábamos "intelectual comprometido" es hoy una figura que escasea en la comunidad literaria, que si aboga por un compromiso este se ha de practicar con la obra y no fuera de ella, y menos a manera de participación pública en la arena política. Tal vez esto se deba a que la juventud asocia la imagen de intelectual con la caspa y la polilla, lo cual a mí también me parece un error. Muchos de los escritores jóvenes, si participan, rara vez lo hacen en terrenos polémicos. Como he dicho antes, se manifiestan cuando poco está en juego, por ejemplo, denuncian la violencia, los recortes, los toros y cosas sobre las que hay un acuerdo al menos en la comunidad intelectual. Y eso que Vargas Llosa no está en las redes sociales, donde muchas de dichas manifestaciones suelen practicarse a través del cinismo, la broma y la frivolidad. El resto es echarse caspa a los hombros. Pero de ello son culpables algunos intelectuales también, por ejemplo Gunter Grass, cuyos desaciertos y extravíos los lleva a veces a defender y decir barbaridades. El mismo Vargas Llosa defendía la lucha armada en sus años revolucionarios. Lo cual demuestra que tampoco en esa época se les hacía mucho caso a los intelectuales.

            El mejor capítulo es el titulado "Prohibido prohibir", que localiza de manera más acertada un enemigo: los intelectuales surgidos tras el mayo del 68, como Derrida, Foucault, Barthes, Lacan, Kristeva: "No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, en los Estados Unidos) los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos, se filtren en ellos tantos embaucadores, y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria". Es en estas páginas donde Vargas Llosa desarrolla y contagia mejor sus convicciones. Si el ensayo se hubiera centrado y ordenado en torno a ampliar las zonas de las que habla este capítulo sin duda hubiera sido más acertado. Y brillante. "Responsabilidad e inteligibilidad van parejas con una cierta concepción de la crítica literaria, con el convencimiento de que el ámbito de la literatura abarca toda la experiencia humana." Y continúa: "si se piensa que la función de la literatura es solo contribuir a la inflación retórica de un dominio especializado de conocimiento, y que los poemas, las novelas, los dramas proliferan con el único objeto de producir ciertos desordenamientos formales en el cuerpo lingüístico, el crítico puede, a la manera de tantos postmodernos, entregarse impunemente a los placeres del desatino conceptual y la tiniebla expresiva." Sin duda, el alejamiento de la alta cultura del gran público se debe en grandes dosis al uso del lenguaje de la contraseña, de la erudición aislada, de la especialización como camino a lo ininteligible. En un mundo donde la imagen es crucial, correr a buscarse una con glamour puede explicar esta actitud.

            De todos modos, no veo que conexión pueda tener esto con el fenómeno del espectáculo. También encuentro forzado hablar de religión, prensa rosa y erotismo, estas páginas sobran, son redundantes y a veces machaconas. El lector se acaba preguntando quiénes son los culpables del desbarajuste, si la televisión, la prensa, los intelectuales, todos. No queda nada claro.

            En el capítulo "Cultura, política y poder" a las opiniones solo las sustenta el fraseo y no unas pruebas, unas estadísticas, una bibliografía, unos ejemplos sólidos. ¿Es cierto que hay un desgaste de la honestidad política? ¿No será que hoy están más expuestos al ojo público de unos ciudadanos más exigentes y mejor informados?  Sobre el periodismo escandaloso, Vargas Llosa afirma: "No hemos llegado a esta situación por las maquinaciones tenebrosas de unos propietarios de periódicos o canales de televisión ávidos de ganar dinero, que explotan las bajas pasiones de la gente con total irresponsabilidad. Esta es la consecuencia, no la causa. ( ) La raíz del fenómeno está en la cultura. Mejor dicho, en la banalización de la cultura imperante, en la que el valor supremo es ahora divertirse y divertir, por encima de toda otra forma de conocimiento o ideal. La gente abre un periódico, va al cine, enciende la televisión o compra un libro para pasarla bien, en el sentido más ligero de la palabra, no para martirizarse el cerebro con preocupaciones, problemas, dudas. ( ) ¿Y hay algo más divertido que espiar la intimidad del prójimo, sorprender a un ministro o un parlamentario en calzoncillos, averiguar escándalos sexuales de un juez. ( ) La prensa sensacionalista no corrompe a nadie, nace corrompida por una cultura que, en vez de rechazar las groseras intromisiones en la vida privada de las gentes, las reclama." Todas estas opiniones, como digo, sería bueno que fueran sustentadas por unos datos, puede que sean verdaderas pero da la impresión de que se mezclan papas con camotes. Recuerdo que sobre el escándalo Levintsky, Vargas Llosa explicó que los medios estadounidenses hacían bien en sacar los trapos sucios del presidente Clinton. Que los políticos estén bajo el ojo público es sano y lo es más que puedan ser atacados, incluso por las maneras menos serias, las que apelan al humor y a veces a la vulgaridad, porque estas ponen a prueba mejor que las otras el genuino derecho ciudadano de ejercer la libertad de expresión, la sátira de la Roma imperial es esencialmente hija de esta actitud.

            El espectáculo parece no ser realmente el fantasma, sino la sábana que lo cubre. El fantasma que asusta a Vargas Llosa no es otro que este nuevo mundo en el que la democratización de la cultura no es lo que los hombres y mujeres de su generación soñaron, sino algo más burdo y vulgar, exento de refinamiento, irrespetuoso con la autoridad, penosamente frívolo, sumamente vertiginoso y acumulador, lleno de deficiencias y vacíos, y cuyos productos más que nacer se abortan en la vorágine del mercado y el ritmo frenético del capitalismo salvaje, un objeto, un artefacto, que en lugar de convicciones solo trasmite incertidumbres, poses y embustes con una grosería que no tiene límites. Pero solo ver ese lado es volverse presa de la ceguera, el pesimismo y la nostalgia. El problema sí tiene solución, y consiste en mirar también al otro lado, aquel en donde mucha cultura se hace con rigor, y sus hacedores ejercen su derecho a elegir por ellos mismos, a discernir y consumir lo que sí vale la pena, que no es tan poco como algunos piensan, y a fomentar un pensamiento crítico y autocrítico, y seguir dando batalla anteponiendo un compromiso ético y una opinión propia, cueste lo que cueste. Entiendo que este es el propósito del libro, lo leo entre líneas pero no de manera clara y desembozada, y lo lamento, porque la pluma de Vargas Llosa habría sido muy útil para hacer frente al problema. Y aún no estoy tan seguro de que, al menos por los comentarios que ha suscitado, no lo haya sido. Ernesto Escobar Ulloa https://twitter.com/#!/escobarulloa

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